El apagón eléctrico de 2025: una llamada urgente a reforzar nuestras infraestructuras críticas

El corte de suministro eléctrico del 28 de abril evidencia la necesidad de asegurar nuestras infraestructuras y servicios básicos para reforzar la resiliencia del país
29-04-2025

Este lunes 28 de abril, España sufrió un apagón eléctrico sin precedentes que dejó sin suministro a toda la península ibérica, incluyendo España y Portugal, así como el Principado de Andorra y partes del sur de Francia. Aunque los sistemas insulares, como Canarias o Baleares, permanecieron operativos, el impacto del evento fue devastador en el sur del continente europeo, afectando a millones de personas. Un suceso que puso en evidencia la fragilidad de nuestras infraestructuras críticas y reabre el debate sobre la necesidad urgente de reforzar los servicios básicos.

A falta de evidencias concluyentes sobre las causas del fallo —mientras las autoridades prosiguen con las investigaciones—, el suceso trasciende su dimensión puramente técnica. El colapso del sistema eléctrico constituye, ante todo, un recordatorio contundente del papel esencial que desempeñan las infraestructuras básicas en el funcionamiento de la sociedad. No fue únicamente un corte de luz; fue una manifestación clara de nuestra dependencia de servicios básicos como la energía, el agua, el transporte o la adecuada gestión de los residuos. Cuando estos sistemas fallan, la vida cotidiana se desestabiliza con rapidez. En un contexto marcado por fenómenos cada vez más extremos —muchos de ellos vinculados al cambio climático—, garantizar la resiliencia de las infraestructuras críticas ya no es una opción, sino una prioridad estratégica.

 

 

Cómo un fallo eléctrico paralizó los servicios esenciales

El gran apagón ha sido la mayor interrupción energética en la historia de la península ibérica. En apenas cinco segundos, la red eléctrica española sufrió una pérdida súbita de 15 gigavatios, lo que provocó una desconexión automática del sistema nacional respecto del resto de Europa, aislando a la península y paralizando sus infraestructuras críticas en cuestión de minutos. A partir de ese momento, hospitales, aeropuertos, redes de transporte, servicios de emergencia y comunicaciones, entre otros, experimentaron interrupciones simultáneas. Ante la magnitud del colapso, el Gobierno activó por primera vez el Nivel 3 de Emergencia Nacional, movilizando al Ejército para garantizar la seguridad, mantener servicios esenciales y coordinar la asistencia civil en varias comunidades autónomas.

Aunque el restablecimiento progresivo comenzó durante la tarde y la noche del lunes —más de siete horas después del inicio del apagón—, no ha sido hasta esta misma mañana, del martes 29 de abril, cuando el suministro se ha recuperado plenamente, dejando tras de sí una profunda reflexión sobre un problema de fondo que va más allá de la coyuntura: la vulnerabilidad de los sistemas esenciales, la fragilidad estructural que arrastran muchas de nuestras infraestructuras críticas y la imperiosa necesidad de invertir sostenidamente en su resiliencia.

 

El corte eléctrico, aún bajo investigación, ha demostrado que la redundancia y flexibilidad del sistema son claramente insuficientes frente a disrupciones de gran escala

 

También, que la interconexión energética internacional, aunque aporta eficiencia y estabilidad en condiciones normales, también puede actuar como un vector de amplificación del riesgo de fallos de sistémicos. Asimismo, el impacto en cascada, que afectó a la movilidad, la salud, las comunicaciones o la seguridad, entre otros, expone la carencia de planes de contingencia actualizados y adaptados a escenarios extremos.

 

Más allá de la energía: el conjunto del sistema básico en riesgo

La energía eléctrica es solo una pieza —aunque esencial— de una red mucho más amplia de servicios básicos: agua potable, saneamiento, gestión de residuos, movilidad, sistemas de comunicaciones, producción y distribución de alimentos, entre otros. Todos ellos están interrelacionados y pueden colapsar si uno falla.

El apagón de 2025 ha evidenciado, por tanto, las necesidades de inversión que muchas de las infraestructuras, que sustentan todos los aspectos de nuestra vida moderna, arrastran desde hace décadas. Muchas redes eléctricas, hidráulicas y logísticas fueron diseñadas para realidades climáticas y demográficas muy distintas de las actuales, y no han recibido las actualizaciones necesarias para hacer frente a los desafíos de un mundo más complejo y más vulnerable. Invertir no solo implica construir nuevas infraestructuras, sino también mantener, modernizar y digitalizar las existentes.

 

La lección es clara: garantizar la resiliencia de nuestras sociedades exige una estrategia de inversión sostenida, y no reacciones improvisadas ante las emergencias

 

La resiliencia energética —y, por extensión, la resiliencia de todo el tejido social— depende de sistemas robustos, adaptativos y adecuadamente financiados. Y esta necesidad no se circunscribe únicamente a la electricidad, sino que abarca la gestión sostenible del agua, la movilidad urbana y rural resiliente, la gestión eficaz de residuos y la protección de las comunicaciones esenciales.

 

Una oportunidad para repensar: hacia una estrategia de resiliencia sostenida

En medio de la incertidumbre sobre las causas inmediatas del apagón, emerge una oportunidad clara: aprender de la crisis para reforzar nuestros pilares básicos. España, y Europa en su conjunto, deben aprovechar este momento para lanzar una gran estrategia de resiliencia de infraestructuras, que integre la adaptación climática, la innovación tecnológica y la justicia social. Invertir de forma sostenida en energía, agua, transporte, residuos y comunicaciones no es solo una cuestión de prevención; es además, una vía para fomentar el empleo verde, mejorar la calidad de vida urbana y rural, y fortalecer los ecosistemas de los que depende nuestra estabilidad a largo plazo.

Para construir un futuro más robusto, el apagón de 2025 debería servir de catalizador para realizar auditorías de vulnerabilidad que identifiquen debilidades críticas en los sistemas actuales, impulsar planes de inversión plurianuales que garanticen la modernización progresiva de las infraestructuras esenciales, desarrollar sistemas de respaldo descentralizados —como redes energéticas locales y almacenamiento distribuido— capaces de amortiguar disrupciones graves, fomentar una cultura de resiliencia en todos los niveles, desde las administraciones públicas hasta la ciudadanía; e integrar criterios de resiliencia climática en todas las etapas del diseño y operación de infraestructuras básicas. Fortalecer nuestras infraestructuras, diversificar los sistemas de apoyo y priorizar la adaptación climática son decisiones que no admiten más demora. La resiliencia comienza antes del colapso, no después: invertir hoy es, en definitiva, proteger el mañana.

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